Monday, July 13, 2015

La vida antes de los teléfonos inteligentes

Ahora mi artículo dominguero con imágenes, los invito a poner otros ejemplos.

La vida antes de los teléfonos inteligentes

En la actualidad es impensable la vida sin un teléfono inteligente. Éstos controlan nuestros ocupados cotidianos y no son apenas aparatos de comunicación, sino consolas de juegos, agendas, entrenadores personales, cámaras, red de amistades, repelentes, lector de libros. En fin, hay miles de aplicaciones. Nokia, el otrora gigante de las comunicaciones, perdió el liderazgo en el mercado por no haber entendido la multifuncionalidad de los celulares.

 Para los nativos de la era digital, los jóvenes de cuerpo, el teléfono inteligente es una prolongación de su espíritu y muchos no entienden cómo había vida antes de este diabólico aparato. En otras palabras, no entienden cómo se comunicaban, jugaban, leía, divertían y otras cositas más  los neandertales del internet, o sea mi generación.  

 A continuación, una guía incompleta de cómo nosotros también la pasábamos bomba. No crean que soy un anacoreta encadenado al pasado; todo lo contrario, adoro la tecnología, pero reivindico el frescor de los tiempos pendencieros  y saco pecho por mi primera juventud.

 ¿Y cómo nos comunicábamos? Los automáticos de COTEL de la séptima ampliación entrelazaban a la gente de nuestras ciudades. Los teléfonos estaban confinados en nuestras casas, pero también se desdoblaban en una compleja   red de los puestos de venta de las caseritas, coquetamente vestidos con babydolls de croché hechos a mano por las abuelas del tiempo.
  A estos aparatos telefónicos vestidos para ninguna ocasión había que levantarles una sospechosa tapita redonda para marcar el número deseado. Eran unos aparatos Ericsson sólidos y negros de presencia germánica, pero que sonaban sin ningún atisbo de timidez, en una sola voz y timbre.  Cuando tocaban era difícil no atender por contundencia de la llamada.
 Nuestros aplicativos de juegos eran manuales, pero no por eso dejaban de ser interactivos y también tenían nombres en inglés. Uno de los más conocidos era stop. En este pasatiempo, cada participante, en una hoja blanca, colocaba de manera secuencial los siguientes títulos: nombre, país, ciudad, animal, objeto  y total de puntos. Después de un sorteo de una letra, comenzaba la competencia de colar palabras que se iniciaban con la consonante o vocal elegida. El que terminaba primero gritaba un sonoro stop. Era una hercúlea competición de saberes múltiples y a veces inútiles.

  También estaba el juego tres en raya o el sapito (conocido como comecocos en otras latitudes), era una flor de papel con múltiples respuestas. Su capacidad de predicción era asustadora. Podía responder, al intrépido jugador, desde angustias de amor hasta resultados de exámenes.

 ¿Y había juegos que superaban el Angry Birds? Por supuesto, cara pálida, y eran más reales y divertidos. Con una liga   delgada -de ésas que te regalan en los bancos para aprisionar los morlacos- y usando los dedos índice y el pulgar se hacia una honda, que de manera contundente lanzaba -pepas de naranja, papel mascado o una cola de pucho- a la oreja del vecino. Los más sagaces le clavaban un chicle, entre ceja y ceja, al plomo del curso e incluso al esquivo profesor.

 ¿Y había WhatsApp? Claro, hasta la pregunta incomoda. Se llamaban torpedos,  pequeños papelitos donde se escribía un mensaje cifrado (piropos o saludos calurosos sin trascendencia) que se lo lanzaba al destinatario. También había chasquis oficiales que, con prestancia cómplice, entregaban los mensajes a cambio de nada. En los bares, los garzones administraban una red secreta de mensajería entre chequeos, amantes y mal entretenidos de diversa índole.

 El  Spottify de antaño era buenísimo y personalizado. En un casete anaranjado BASF LH 60, depositábamos nuestras joyas musicales. En la etiqueta se marcaba, con pulso firme, si la música era estéreo, mono o dolby, y con letra de mano casta se ponía el nombre del grupo o cantores. Deep Purple, Emerson, Lake & Palmer y otros, por ejemplo. El contenido del casete pintaba de cuerpo entero y media alma al propietario de la piratería artesanal que circulaba como pan caliente entre los cultores del rock u otros géneros musicales.
 El Wikipedia no era gratuito. Era pesado y diseñado para decorar ostentosas bibliotecas. Nuestros padres compraban, siempre a créditos, enciclopedias de grueso calibre de empastado vacuno. No podía faltar la encopetada Británica, los soberbios Pequeño y Gran Larousse Ilustrado, el culto y sabiondo diccionario de la  Real Academia  y otras joyas del conocimiento humano, convenientemente condensados en dosis homeopáticas.
 Los más tradicionalistas poseían   una versión empastada con engrudo de la colección de Presencia Juvenil. La consulta no era muy rápida como en las Wikis, pero entretenía las largas tardes de los domingos cansados. Consultar y ojear estos robustos ejemplares sacaba músculo en la cabeza y brazos.
 ¿Y cuál era el aplicativo del Weather (clima)? Tan simple como abrir la ventana, sacar el dedo y sentir la diáfana temperatura o mejor, leer en las ondas de las nubes el futuro de las lluvias y el acento con que los vientos poblarían el día.

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