Cocinar es repartir sabor y amor
El Movimiento de Integración Gastronómico boliviano (MIGA) ha organizado este mes la tercera Feria Tambo. Entre los varios exitosos eventos que organizaron para revalorizar el patrimonio alimentario boliviano, estuvo una cena preparada a ocho manos en el restaurante Gustu de La Paz, a la cual tuve la dicha de ser invitado. A continuación me permito compartir el menú.
Por supuesto, una buena comida está acompañada con una mejor bebida, por lo que preparé el espíritu con unos coctelitos pendencieros, de esos que jalan la lengua. Comencé con el coctel chankaka, que en realidad era un hielo redondo-mundo, sostenido en la gravedad de un singani macerado con coplas y travesuras chapacas.
La bebida también tenía naranchelo, un licor que resulta de la maceración de la fina piel de la naranja en corajudos alcoholes de origen indefinido. Cerraba el supremo brebaje de la chankaka, una azúcar ni educada, menos aún centrifugada, que le mantiene la rudeza a la caña, y el puré de naranja, que no lo pude encontrar tal vez por que el singani hizo un prematuro efecto.
Bueno, como no podía ser de otra manera, comenzamos el viaje culinario con un aperitivo "bandera nacional”, que juntaba occidente y oriente. Creo que la entrada era de autoría de la chef anfitrión Kamilla Seidler y su equipo: minisalteñas de harina de coca chapareña y revolucionaria con jigote de cachetes de vaca mimada. El sospechoso verde de la salteña no impidió que esté deliciosamente sabrosa en todos sus jugos. El sonso, conocido también como chicle camba, rebosado en un inteligente queso gratinado, también estaba delicioso.
A seguir vino la primera mano culinaria. El diestro para matar el hambre fue Rodolfo Guzmán, de origen chileno, dueño del restaurante Borogó en Santiago, el quinto mejor de América Latina. Presentó un crudo de llama atrevido en su sabor y presentación. La llama, como vino al mundo, reposaba sin pudor en una cama de forma de pan, cercada de hojuelas de papa, que más parecían cuchillas de matador.
También se podía sentir un fruto agridulce que no conseguí reconocer. El platillo fue acompañado por una cerveza Blumental Quinoa, que por el cuerpazo que tiene debería preocupar seriamente y, en algunos casos, avergonzar a varias de las rubias del mercado.
Como jugaba en su cancha, Kamilla del Gustu tuvo que extremar recursos, como se dice en la jerga del fútbol, pero su conejo suave sacó pecho y cara por los ingredientes bolivianos.
La crema de choclo estaba muy buena y el limón tenía un comportamiento ejemplar en el plato. La hierba luisa -a quien no tengo el gusto de conocer, pero dicen que es una princesa- le daba un toque fresco a un conejo que claramente se le notaba que había sido feliz. Tal vez uno de los mejores platillos del Gustu, que por ahora esta en el puesto 32 de los mejores restaurantes de América Latina.
Semejante provocación sólo podía venir acompañada de un ugni blanc de Kohlberg (2012), cuyo único reproche que darle es que fue poco, como en misa de pueblo.
La tercera propuesta gastronómica tenía la firma de Tomás Rueda, del restaurante Donostia, de Bogotá. Trajo a la mesa una idea de campo, un concepto rústico: una trucha cariñosamente envuelta y cocinada en hojas-sabanas de japaina, como lo hacen varios grupos indígenas en la Amazonía de América Latina.
Acompañaba este plato unas coquetas betarragas que nadaban, sueltas de cuerpo, en un yogurt natural. El maridaje fue un l’rose, Magnus de 2011, que para mi gusto estaba demasiado dulzón y ácido.
El chef argentino Fernando Rivarola, del restaurante bonaerense El Baqueano, sugirió a los comensales una achojcha rellena con carne de llama, cercada de quesos fundidos de varias texturas.
Al auquénido se le notaba la fibra ancestral, ciertamente forjada en largas caminatas por el altiplano. Las preciosas y sabrosas flores que se arrastraban por la achojcha no fueron capaces de disfrazar la rigidez de la llama. Este platillo me recordó una vieja especialidad gastronómica de Patacamaya: Bife a la James Bond, frío y con nervios de acero. Felizmente, el vino Syrah Uvairenda de Samaipata estaba bueno. Lo que confirmó el viejo adagio que dice: Beberás y vivirás.
En estas circunstancias, cerrar la cena con el postre era un desafío supremo. Se había producido una inflexión en el tren del deleite y muchos ya estábamos satisfechos. Pero Kamilla sacó un as ganador. Llegó a la mesa una chirimoya helada con caramelo de ají y hojuelas de tomate de árbol.
La cena a ocho manos había terminado, pero el recuerdo del placer recién comenzaba. Además, mostraba que para hacer una cocina boliviana universal había que ratificar lo mágico de lo local y, como dice Alexta Atala, "no hay grandes platos sin grandes productos”.
Y detrás de platos y productos están los cocineros y los productores agropecuarios, todos ellos actores de un cluster gastronómico que ojalá se consolide en La Paz.
Gonzalo Chávez A. es economista
Por supuesto, una buena comida está acompañada con una mejor bebida, por lo que preparé el espíritu con unos coctelitos pendencieros, de esos que jalan la lengua. Comencé con el coctel chankaka, que en realidad era un hielo redondo-mundo, sostenido en la gravedad de un singani macerado con coplas y travesuras chapacas.
La bebida también tenía naranchelo, un licor que resulta de la maceración de la fina piel de la naranja en corajudos alcoholes de origen indefinido. Cerraba el supremo brebaje de la chankaka, una azúcar ni educada, menos aún centrifugada, que le mantiene la rudeza a la caña, y el puré de naranja, que no lo pude encontrar tal vez por que el singani hizo un prematuro efecto.
Bueno, como no podía ser de otra manera, comenzamos el viaje culinario con un aperitivo "bandera nacional”, que juntaba occidente y oriente. Creo que la entrada era de autoría de la chef anfitrión Kamilla Seidler y su equipo: minisalteñas de harina de coca chapareña y revolucionaria con jigote de cachetes de vaca mimada. El sospechoso verde de la salteña no impidió que esté deliciosamente sabrosa en todos sus jugos. El sonso, conocido también como chicle camba, rebosado en un inteligente queso gratinado, también estaba delicioso.
A seguir vino la primera mano culinaria. El diestro para matar el hambre fue Rodolfo Guzmán, de origen chileno, dueño del restaurante Borogó en Santiago, el quinto mejor de América Latina. Presentó un crudo de llama atrevido en su sabor y presentación. La llama, como vino al mundo, reposaba sin pudor en una cama de forma de pan, cercada de hojuelas de papa, que más parecían cuchillas de matador.
También se podía sentir un fruto agridulce que no conseguí reconocer. El platillo fue acompañado por una cerveza Blumental Quinoa, que por el cuerpazo que tiene debería preocupar seriamente y, en algunos casos, avergonzar a varias de las rubias del mercado.
Como jugaba en su cancha, Kamilla del Gustu tuvo que extremar recursos, como se dice en la jerga del fútbol, pero su conejo suave sacó pecho y cara por los ingredientes bolivianos.
La crema de choclo estaba muy buena y el limón tenía un comportamiento ejemplar en el plato. La hierba luisa -a quien no tengo el gusto de conocer, pero dicen que es una princesa- le daba un toque fresco a un conejo que claramente se le notaba que había sido feliz. Tal vez uno de los mejores platillos del Gustu, que por ahora esta en el puesto 32 de los mejores restaurantes de América Latina.
Semejante provocación sólo podía venir acompañada de un ugni blanc de Kohlberg (2012), cuyo único reproche que darle es que fue poco, como en misa de pueblo.
La tercera propuesta gastronómica tenía la firma de Tomás Rueda, del restaurante Donostia, de Bogotá. Trajo a la mesa una idea de campo, un concepto rústico: una trucha cariñosamente envuelta y cocinada en hojas-sabanas de japaina, como lo hacen varios grupos indígenas en la Amazonía de América Latina.
Acompañaba este plato unas coquetas betarragas que nadaban, sueltas de cuerpo, en un yogurt natural. El maridaje fue un l’rose, Magnus de 2011, que para mi gusto estaba demasiado dulzón y ácido.
El chef argentino Fernando Rivarola, del restaurante bonaerense El Baqueano, sugirió a los comensales una achojcha rellena con carne de llama, cercada de quesos fundidos de varias texturas.
Al auquénido se le notaba la fibra ancestral, ciertamente forjada en largas caminatas por el altiplano. Las preciosas y sabrosas flores que se arrastraban por la achojcha no fueron capaces de disfrazar la rigidez de la llama. Este platillo me recordó una vieja especialidad gastronómica de Patacamaya: Bife a la James Bond, frío y con nervios de acero. Felizmente, el vino Syrah Uvairenda de Samaipata estaba bueno. Lo que confirmó el viejo adagio que dice: Beberás y vivirás.
En estas circunstancias, cerrar la cena con el postre era un desafío supremo. Se había producido una inflexión en el tren del deleite y muchos ya estábamos satisfechos. Pero Kamilla sacó un as ganador. Llegó a la mesa una chirimoya helada con caramelo de ají y hojuelas de tomate de árbol.
La cena a ocho manos había terminado, pero el recuerdo del placer recién comenzaba. Además, mostraba que para hacer una cocina boliviana universal había que ratificar lo mágico de lo local y, como dice Alexta Atala, "no hay grandes platos sin grandes productos”.
Y detrás de platos y productos están los cocineros y los productores agropecuarios, todos ellos actores de un cluster gastronómico que ojalá se consolide en La Paz.
Gonzalo Chávez A. es economista
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