Monday, February 13, 2017

Raspando la olla. Cuento económico

La familia Entrambasaguas tenía la vida que había soñado. Durante más de 11 años el inmenso cielo azul de la revolución los había cobijado. Elisardo y Martita eran felices y lo sabían. A partir de 2006 la pareja tuvo buenos empleos públicos y aunque no comulgan con la nueva religión del Estado trabajan de manera responsable. Hasta habían aprendido a levantar el puño y poner la mirada tiernamente jacobina en las ceremonias del poder, sin despeinarse, menos preocuparse.

Entre ambos ganaban 12.000 morlacos al mes, ingresos que les permitieron cambiar de vida y abrazar fervorosamente el consumo. Colocaron a sus hijos en un colegio privado,  compraron en la Huyustus, el templo económico del proceso de cambio,  todas las "doras” para la casa, pero, sobre todo, estaban orgullosos de la lavadora que habla en italiano y la tele plana de 50 pulgadas, donde sacrosantamente veían  los partidos de fútbol del Presidente, en el canal estatal, para poder comentar las magistrales jugadas del líder con los amigos de la ofi.  Los fines de semana eran pantagruélicos.  Sagradamente, le cascaban unos tremendos fricachos en Las rieles, acompañados de puntuales trencitos de coctelitos e infaltables tayas de culopingüino.

Ambos estaban redondos de alegría y atacados por una fiebre voraz de gasto que empalidecería a Paris Hilton.

 Pero, tampoco eran absurdamente botarates. Con algunos ahorros invirtieron en la casa: mejoraron la entrada, pintaron de azul el dulce hogar, construyeron un par de cuartos e hicieron ciertas obras, que los enfrentaron, a capa y espada,  en los almuerzos de domingo. Una de ellas fue la chimenea dorada que nunca la prendieron, ni en el invierno más pendenciero. También fue motivo de mutuos reproches la cementada del patio para jugar básquet. Jamás lanzaron un cesto, pero, eso sí, la mini cancha estaba iluminada con foquitos ahorradores que habían recibido del Gobierno. Y lo más polémico era el plato de antena satelital con mil canales que sólo funcionaba cuando había luna llena.


 Pero, a pesar de las desavenencias arquitectónicas y constructivas, los Entrambasaguas estaban chochos de la vida porque juraban que habían descubierto un árbol de plata. Inclusive planificaban su primer viaje a Puno, con la recién comprada 4 x 4 en la Feria 16 de Julio, conocida también como la Basílica de Adam Smith, en plena revolución democrática y cultural.

 Un ingrato día, Martita Entrambasaguas perdió la pega por intrigas palaciegas. Se decía que no comulgaba con el proceso de cambio y la prueba contundente de ello era que escuchaba obsesiva a Arjona. También se afirmaba -en la boca chica de los corredores- que se la había oído despotricar contra  uno de los comandantes de la Revolución cubana. En alguna oportunidad se le había oído decir: "Me cago en el Che”, lo que ella desmintió vehemente.

Sostuvo que un lunes de albañil, y como resultado de los excesos alimenticios del final de semana, evidentemente había pronunciado la frase que se le achacaba, pero sin la preposición "en” ni el pronombre "el”, en un momento que se paró el elevador y ella estaba con urgencias. Vanas fueron las explicaciones lingüísticas.

 De hecho y de sopetón la familia perdió el 33% de sus ingresos. Martita fue despedida sin medida ni clemencia, pero ella ni se despeinó. Continuó frecuentando Fred Hair Desing, donde además de hacerse peinados a la Donald Trump se desfollaba las carnes con piedra pomes.

Además, en la intimidad del embellecimiento, le había confesado a su estilista capilar,  un argentino ex Tupamaru, que estaba blindada. El maestro de las tijeras entendió que estaba forrada en plata e inventó una leyenda negra sobre los orígenes de los chichis.

La familia Entrambasaguas continuó siendo conocida como que poseía la billetera más rápida del occidente. Los gastos continuaron al mismo nivel de años anteriores. Las fiestas, las comilonas, el derroche, el gasto insulso, las inversiones descabelladas continuaron. Pero, para mantener el mismo nivel de vida de new reach, se comenzaron a gastar los ahorros acumulados en los años de bonanza. Cada mes se abría el chanchito -en el que había acumulado  290  mil bolivianos- y se sacaba 4.000 pesares, que al año representaban  48.000  bolivanos.  También la familia se endeudó. Comenzó a comprar al fiado del supermarket Sonita y a prestarse dinero del chino, dueño el restaurante Jaqui Chan.

Había que continuar con la prosperidad prestada, sino qué diría la gente. Les aterraba la idea de que la parentela concluyese que los Entrambasaguas hicieron aguas.  En la desesperación, en los cuartos adicionados en la casa, invirtieron para abrir un local de pollos, al que bautizaron como Lenin a la brosters. Pero el negocito no funcionó porque no había circulante.

 Martita no perdía la esperanza de poder recuperar sus ingresos y le rezaba todos los días a San Expedito, el santo de los trámites, pero no pasaba nada.  En el año 2019 cumpliría 40 años y estaba decidida  a pasar su onomástico desde lo alto, por lo que las apariencias debían ser mantenidas a cualquier costo.  Ni se le ocurría realizar un ajuste de gastos e inversiones, esto significaría una gran desportillada en el jarrón de su credibilidad.

 Caída fuerte en los ingresos familiares, cuatro años en rojo (gastos mayores que ingresos), reducción fuerte de ahorros, aumento del endeudamiento y los Entrambasaguas no se daban por aludidos. Debía seguir con el presterío del consumo. La Pacha volvería a proveer en su inmensa bondad. No aceptaba el cambio del contexto económico. La familia se consideraba intelectual y  era seguidora del filósofo y cineasta Woody Allen, por eso no se cansaban de repetir una de sus más famosas frases: "La realidad no tiene sentido, pero aún es el único lugar donde se puede comer una buena jakonta” Así que buen provecho, que nadie le quitará lo bailado, aunque tengamos que raspar la olla.





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