Monday, May 26, 2014

Crónicas de vientos y comercio

Crónicas de vientos y comercio

El pasado 20 de mayo fue el aniversario de Villazón, la ciudad que acunó mi niñez y primera adolescencia y me despertó, a una edad demasiado temprana, la vocación de economista. Y lo que es mejor aun, me permitió vivir en un laboratorio donde se experimentaba con la ciencia del comercio y del contrabando. Ahora me doy cuenta que era como vivir dentro del libro de Economía Internacional, más precisamente en el capítulo de cuenta corriente, del profesor Paul Krugman, donde las fórmulas y los gráficos eran un reality show del comercio exterior. 

Villazón es la ciudad desde donde se distribuyen los vientos a nivel mundial. 
En los años sesentas y setentas, tenía a los mejores pilotos de Bolivia y se preservaba, a puño limpio, el acento de los sureños de Bolivia. Al estar La Quiaca  a sólo cruce del río, hablar como porteño era una tentación diabólica que se irradiaba desde el otro lado del puente fronterizo. Pero los ciudadanos que convivían, más aun disfrutaban de las sinfonías de los vientos, las alegres ventiscas y los céfiros cargados de voces oscuras, no claudicaban ante los cantos de sirenas gauchos. Al contrario,  hablan su propio idioma. Me atrevería  a decir  que el dejo villasonense, en aquellas épocas,  poseía un aire chapaco, pero salpicado pícaramente con modismos collas, pero sobre todo pronunciaba la doble ele con claridad y firmeza  para distinguirse, sin duda alguna, de la forma en  que maltrataban los argentinos a la ele. Era una forma de nacionalismo gutural. En mi primera juventud, la consigna en esta ciudad del sur era: mi patria es mi lengua y entonación. Por lo menos así lo entendíamos los estudiantes de la escuela Cornelio Saavedra, que todos los lunes cantábamos el Himno Nacional para que se escuche hasta Jujuy, con nuestra voz limpia y acento propio.  
Como el tipo de cambio estaba apreciado en los años setentas, los habitantes de otras regiones cercanas a la frontera se trasladaban a hacer compras a La Quiaca por el día, comían picadillo y volvían con el "!Che!, qué hacés boludo” en la boca. Bueno, los de Villazón éramos los guardianes del tonillo nativo, aunque debo reconocer que algunos, frente a un buen vino y mejor carne, hasta ahora flaqueamos y hablamos un lunfardo de gran calidad. No tengo duda, que mis coterráneos de hoy continúan con estas prácticas de patriotismo lingüístico.   

En el diamante que se pule sólo, así es el grito de guerra de Villazón;  el oficio más requerido era el de pilotos, no para navegar aviones, sino para volar con toneladas de mercancías en los hombros sin despegar de la tierra. Comprada la harina, los cremalines y los jugos de durazno en los almacenes argentinos, estos maestros de la gambeta y la mimetización cruzaban la frontera por los lugares menos esperados. Al filo de  madrugada o al final de las tardes, sin crepúsculos, los pilotos imprimían una velocidad suprema: tenían alas en los pies y conocían a la perfección los recovecos de los vientos. Surfeaban en las ráfagas con maestría criolla y pendenciera. Los gendarmes argentinos no entendían cómo no podían atraparlos a pesar de que cuidaban la frontera con sendos caballos. Los Eolos andinos tejían la frontera amparados en las ventiscas, especialmente en agosto. 
Una vez que la "merca” estaba del otro lado, refugiada en almacenes cerca de la estación del tren, aparecían los magos del contrabando. En la noche cargaban trenes enteros sin que nadie se diera cuenta. En la época varios coches cama ingleses venían  de Buenos Aires rumbo a La Paz.  Eran hermosas máquinas de fierro, pero forradas por dentro con las más finas maderas y decoradas como palacios europeos. Pero el ensamblaje de estos dormitorios andantes dejaba un espacio entre la fría lámina de la plancha de hierro y la carcaza. Pues eran en estos caprichos y descuidos de la arquitectura donde decenas de prestidigitadores del comercio colocaban chompas, pantalones, blusas, jabones, pequeños utensilios y decenas de otras mercancías. La piel subcutánea del tren lleva  la moda y modernidad argentina hasta el altiplano. 

También la ciencia del contrabando tenía sus intelectuales orgánicos. El periodista del tren, así se conocía al canillita del caballo de hierro, era un hombre querido y respetado. Todos los días llevaba miles de ejemplares del recordado periódico Presencia y esparcía las noticias a lo largo de todo el trayecto del viaje.

Y cuando llegaba a Villazón, frente al coche donde viajaba, se formaban largas filas para adquirir el ejemplar del día. Pero la oferta siempre era muy, pero muy superior a la demanda. El vendedor se quedaba con torres gigantescas de periódicos, que debía devolver a La Paz. Nuevamente, refugiados en la cómplice madruga que apaciguaba hasta los vientos, militantes del comercio libre colocaban entre las páginas del rotativo calzones de goma para bebés. En la época, no se conocían los pañales desechables. Era un trabajo minucioso y artesanal de hacer desaparecer, entre las noticias de golpes de Estado y victorias del Tigre, centenas de calzones.


En cuanto unos colocaban las prendas, otros hacían de peso para prensar los periódicos. Al día siguiente torres mas gigantes del matutino volvían a La Paz con su carga preciosa. El periodista, además, se portaba dadivoso y regalaba ejemplares del periódico entre los aduaneros en los diferentes controles. Era la coartada perfecta cargada de sabiduría.  En mi niñez, el comercio era una actividad artesanal, no se cuanto a cambiado ahora, hace un buen tiempo que no voy a Villazón ha tomar un poco de viento para ventilar los recovecos de mi alma .

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