La magia de mercado, mi artículo de hoy
Si después de leer el título de esta columna, usted amable lector está esperando una oda a la mano invisible del mercado del viejo Adam Smith o una confesión a quemarropa de neoliberalismo extremo, lamento decepcionarlo. Nada de eso ocurrirá, porque entiendo que los mercados, fuera de los manuales de microeconomía, son, en su mayoría, imperfectos y, por lo tanto, con muchas fallas.
Tal vez el que más se aproxima a una situación de competencia perfecta, donde rige la ley de la oferta y la demanda, sea el mercado de los alimentos, las frutas y las verduras, pero incluso en éstos se presentan asimetrías de información entre el que vende un producto y el que lo compra.
¿Cómo reconocer una buena palta o la manzana más jugosa o la papa imilla más coqueta? Pues, una primera aproximación es entendiendo la magia del mercado. Me encantan las ferias, tambos o mercados donde se transan productos agropecuarios. Durante muchos años, a toda hora, pasaba por el mercado Rodríguez en La Paz, cuando vivía en el barrio de San Pedro. El mejor momento eran las madrugadas, cuando decenas de camiones y camionetas llegaban cargados de olores, sabores y colores. He visitado muchos mercados populares; siempre que viajo tomo el pulso de la ciudad visitando el lugar donde la gente se abastece de alimentos.
Ir al mercado es un ejercicio extremo para los sentidos y la memoria. El disfrute de la magia del mercado es algo que se aprende con la práctica. En junio pasado estaba abrumado frente a una montaña de mangos en la feria de la plaza de la Gavea en Río de Janeiro, atónito frente a la abundancia y diversidad.
¿Cómo comprar un par de mangos? Todos lucían ferozmente deliciosos y la duda me había provocado una crisis existencial, cuando una amable señora, salida de la simpatía del mediodía, sin anestesia, me dijo en portugués: a manga se compra pelo cheiro y me entregó un fruto para que lo oliera con la recomendación de que lo comiera en las próximas dos horas.
El cheiro, el olor era dulzón y claramente transmitía la urgencia de saborearlo. Los mangos más verdes tenían un olor más recatado, una cierta timidez que delataba que recién habían bajado del árbol contra su voluntad.
También recordé, por ejemplo, que la manzana se la compra con el oído. Se la golpea suavemente con el dedo central y se espera la respuesta. Una bien jugosa confesará su íntima dulzura con una voz aguda. Una manzana arenosa tiene un timbre gangoso y contenido.
Adquirir una palta también tiene lo suyo y es una operación compleja. Una buena palta tiene un cutis lozano y verde sin puntos negros. Y si uno la quiere para consumirla en el día se le debe tocar el pupu, y apretarla un poquito. Ante la acción, los dedos deben rebotar y la palta debe mostrar la consistencia de los cachetes de un bebé de ocho meses y medio.
Me encantan los tomates, los que tienen forma de pera y también los bien redonditos. A éstos se los adquiere por la cara que tienen, y deben mostrar todos los colores de la vergüenza propia y ajena. Los pintones se guardan para la llajua del día siguiente del ch’aqui. Los rojos amor están listos para la ensalada con lechuga del día. Ambos deben estar firmes como las nalgas de la primera juventud.
Ya que entraron al baile, las lechugas tiene sus propios encantos; hay de todo tipo, y éstas también se las compra con los ojos. A una buena lechuga hay que verle las enaguas, que deben resistir una buena sacudida. Las más frescas y ricas necesitan mantener un verde crocante y no lucir ninguna tristeza ni arruga.
Probablemente la sandia entera es una de las frutas más difíciles de comprar. Para lambiscarse una se precisa tener oído de bajista de jazz. Se recomienda golpearla como tocando la puerta, debe sonar hueco, como si no hubiera nadie en casa.
Comprar un buen choclo es algo pecaminoso, la única manera de saber si hace una buena huminta es desvestirla y darle un buen pellizco. Sí llora lágrimas blancas es el presagio de un manjar, sí se aguanta y no llora, sólo será bueno para el mote.
A las buenas naranjas y mandarinas se las conoce a través del tacto. Una cítrico de calidad y alma jugosa cuenta con una piel delgada y sin celulitis. En especial, las más deliciosas mandarinas deben oler a las hojas que las acompañaron en la madurez.
Las cebollas, sean rojas o blancas, se las conoce por su textura y sus presagios de llanto. Las mejores son aquellas que producen cataratas de lágrimas, pero limpian los ojos y el espíritu.
Los rabanitos deben ser frescos y alegres. Para descubrir la levedad de su ser, nada mejor que ver su cabellera verde, que debe ser ch’ascosa y rebelde.
De un tiempo de esta parte muchas de nuestras verduras y frutas son extranjeras. En nuestros mercados se oyen acentos peruanos, chilenos y argentinos. Hemos perdido soberanía alimentaria. Los productos de otras tierras tienen otra idiosincrasia, aunque pueden ser muy buenos. Yo siento falta de la sinfonía de olores y sabores de lo nuestro, es decir, tengo nostalgia de la magia de nuestros mercados.
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