La ciencia política ha acuñado diferentes términos para describir anomalías políticas en la gestión del Estado. Tenemos el caso del autoritarismo, que es un sistema de gobierno que concentra el poder en una sola persona. La cleptocracia, palabra que proviene del griego clepto, “robo”; y cracia, “poder”, lo que equivale a un gobierno dominado por ladrones. También existe la cacocracia o gobiernos de los inútiles, de los peores. Estos “proliferan en sistemas políticos degradados que repelen a los talentosos y le abren paso a los ciudadanos menos preparados”. Entretanto, la realidad de los hechos supera el avance teórico de las ciencias sociales porque, de repente, surgen regímenes que construyen poder a través del fuego y la destrucción. Podríamos denominar este tipo de gobierno como la piromanocracia. El populismo extractivista tiene el talento de juntar estas cuatro anomalías políticas.
Los pirómanos locales vienen incendiando nuestros bosques y selvas, quemando la flora y la fauna en la Chiquitania y Amazonia de la mano de un patrón de desarrollo extractivista y un irracional aumento de la frontera agrícola.
Por supuesto, el incendiario no es sólo aquel que, bidón de gasolina en mano y fósforos veloces, le prende fuego a la naturaleza o las instituciones, sino también aquel que implementa las políticas públicas y dictamina la normativa que facilita, incentiva y promueve que ciertos grupos abusen de la quema de campos, por ejemplo. En efecto, la Agenda Patriótica del MAS coloca como objetivo la política pública “expansión de la frontera agraria”: de 3,3 millones de hectáreas (en 2013) a 13 millones de hectáreas para 2025. Y en sintonía con esta estrategia, el gobierno de Evo Morales dictó la Ley 741 y el Decreto Supremo 3973. La norma se encontró con el encendedor.
Pero, los pirómanos del poder no se quedaron en el bosque, también incendiaron la democracia. Sin ningún tipo de contemplación quemaron 2,7 millones de votos que dijeron No a la reelección de Morales. Regaron la gasolina de la ilegalidad y encendieron el cerillo de la prepotencia sobre la soberanía popular. Las llamas del autoritarismo crearon un gravísimo daño al ecosistema de los valores, los principios, y el respeto a las reglas de juego democrático. Hicieron explotar, en 1.000 pedazos, la confianza de los ciudadanos.
Los incendiarios de turno también le pusieron fuego a las arcas públicas quemando dinero en gasto superfluo e inversiones faraónicas sin retorno. Esta es una combustión que ahora no se ve, está sofocada por la propaganda, pero tarde o temprano saldrá el humo y las gruesas lenguas de la hoguera podrían quemar la casa común. Entre 2014 y 2018, hicieron arder más de 12.000 millones de dólares en déficit público acumulado. También prendieron gigantes fogatas con las reservas internacionales del Banco Central. Estamos hablando de más de 6.000 millones de dólares. La explicación es que estas inversiones y gastos tendrían un retorno para la economía. Pero no hay duda de que gastar dinero en propaganda, en palacios, museos, o fábricas, que no tienen mercados o insumos, es quemar dinero a manos llenas.
En términos más estructurales, en 14 años de gobierno, quemaron más de 60.000 millones de dólares, medio Plan Marshall a precios de hoy, para repetir el modelo primario exportador comerciante y rentista. Es decir, bailaron y caminaron en círculos alrededor de una enorme fogata entonando cánticos revolucionarios: Hey, heya, naha. Hey, heya, naha.
Los amigos del fuego también incendiaron las instituciones, quemando la ética y la moral, haciendo arder los controles y supervisiones, quemando la meritocracia, organizando fogatas sólo entre compañeros, encendiendo las hogueras de la corrupción. El incendio institucional más feroz, provocado por los pirómanos, fue en el Tribunal Supremo Electoral. Las elecciones del octubre próximo ya están tomadas por oscuras nubes de humo que anuncian fraude.
Los pirómanos de turno incendiaron el sistema de justicia. A nombre del cambio crearon un andamiaje de ilegitimidad e ilegalidad, creando un infierno de Dante donde todos los ciudadanos arden, a fuego lento o fuerte, en los pasillos de la prepotencia y corrupción. Inclusive desde las esferas del poder se reconoce que la justicia apesta en el país, huele a azufre porque los demonios de la injusticia abrazan, extasiados, a la gente con sus látigos de fuego. Para aumentar la temperatura de la impostura, jueces y fiscales, usan el poder judicial, para perseguir opositores.
Finalmente y no por eso menos grave, los seguidores de Nerón de turno incendiaron la esperanza, quemando todos los puentes hacia el futuro, El fuego de la ideología no deja avanzar a las nuevas ideas, propuestas y proyectos. Decretaron que el “infierno verde”, el extractivismo extremo, es el fin de la historia, es el único camino a seguir.
Por lo tanto, una pregunta pertinente es: ¿Hay “futuro seguro” cuando la naturaleza, la democracia, los recursos públicos, las instituciones, el sistema de justicia y las esperanzas prenden fuego? La respuesta contundente es: No. El fuego no es el único camino para el desarrollo institucional y agropecuario nacional. La solución se llama productividad con innovación tecnológica. El futuro no tiene ni apellido ni dueños.
Gonzalo Chávez es economista.
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