Viví nueve años de mi primera juventud en Río de Janeiro. Ahora vuelto,
después de mucho tiempo, a la ciudad que se define con absoluta justicia
y pertinencia como ma-ra-vi-llo-sa, así pronunciando sílaba a sílaba y
disfrutando cada letra.
Las ciudades son como las buenas amistades, no importa el tiempo que
pase o la distancia que separe; en el momento del reencuentro,
mágicamente se reactiva la intimidad de la respiración y la complicidad
de las esquinas y bares.
Conozco los pliegues de esta urbe y todo el abcedario de sus noches y
días. Suena pretencioso, pero es lo mínimo que puedo decir en
agradecimiento a las 1.415 horas que pasé en el puesto nueve en la playa
de Ipanema, militando en la arena, cultivando el disfrute, sin
compromiso, a base de agua de coco y cerveza estúpidamente fría. Además,
cómo no voy a conocer la ciudad y sus voces, si parte de mi alma fue
tallada con los versos y notas de las músicas de Cazuza y Zeca
Pagodinho.
Río es una ciudad de grandes contrastes sociales y muchos problemas de
violencia, pero hoy no hablaré de eso; el economista que habita en mí
ha salido un ratito y felizmente no hay cómo ubicarlo.
Toda ciudad que descansa junto al mar o las montañas puede ser muy
linda y ser modesta frente a los elogios. Por ejemplo, cuando se le
declara amor, ella responde con rubor fingido: no soy yo, son tus ojos,
los que me ven divina. No es el caso de Río, que es hermosa porque le
dio la reverenda gana a la naturaleza.
Juntó bellos picos verdes, como el Corcovado, donde está el Cristo,
encantadores lagunas, como la Lagoa y un mar azul e inmenso, que hace
palidecer al infinito. Siempre he pensado que las playas son un bordado
de arena y sol que hicieron las abuelas del tiempo, para abrazar a la
ciudad con brisas de diversa estirpe.
Hasta aquí la descripción del cartón postal, pero ahora los llevaré a
lugares que sólo los nativos, nacidos o cultivados, conocemos. El lunes,
en general, es el día que hasta la bohemia más extrema descansa, pero
no en el caso del Baixo Gavea de Rio, un territorio urbano que decreta
que los lunes son sin ley.
Allí y en ese día no se llega nunca antes de la medianoche y no todo
mortal puede dar la cara. Se requiere de una contraseña para entrar al
barrio y ésta se reparte el domingo anterior, en el Arpoador, una
montaña de piedra, que divide la playa de Copacabana e Ipanema, donde
todos los días se aplaude efusivamente la puesta de sol, en especial el
primer día de la semana, y al más entusiasta se le entrega el password
para el San Lunes.
Otro coqueto canto de Río, menos conocido, es Santa Teresa, un barrio
al que, preferentemente, se debe acceder de tranvía y sin pagar el
ticket. El que compra un boleto inmediatamente se delata como turista y
el tren o bondinho (la nh se pronuncia como ñ) cambia de dirección y no
muestra los refugios de los militantes de la noche.
El barrio se oculta, pero si uno va colgado del tren en la transgresión
del viaje robado -Santa, su nombre corto- revela las centenas de casas,
bares y fábricas de cultura, donde se componen las mejores
bossa-novas, se escriben los versos más malditos y apasionados y se
pintan los cuadros más rebeldes que desde lo alto iluminan la ciudad. No
es la cuna de la bohemia, sino el útero.
Finalmente, está el Maracaná, el templo del fútbol, el otrora "o maior
do mundo” (por favor en portugués, "o mais grande do mundo” es un error
espantoso). Yo conocí al abuelo donde cabían 150 mil personas, pero que
parecían un millón. Tenía tres bandejas que temblaban los 90 minutos de
un partido.
Estaba muy triste porque no conocería el nuevo Maraca; conseguir un
ingreso era una misión imposible en el auge de Copa, pero los milagros
existen. Por estas tierras afirman que el Creador es brasileño, aunque
ahora me inclino a pensar que es ecuatoriano e incluso boliviano.
Veamos por qué. Mi hija es voluntaria de la Copa, trabaja en el
Maracaná cuando hay partidos. El día 25 de junio estaba atendiendo a la
gente en la puerta E del estadio, cuando un candidato a santo
deportivo, de origen ecuatoriano, se le acercó y, como decimos los
paceños, "de la nada” le regaló una entrada. Inmediatamente me llamó.
Aleluya, eureca, recórcholis y otras expresiones de más grueso calibre
que no puedo reproducir aquí. ¡Tenía una entrada para el partido
Ecuador-Francia!
Inmediatamente, me convertí en quiteño, feroz "torcedor” de la otra
camiseta amarilla; aproveché la hipótesis que sostiene que todos los
andinos somos parecidos, y repleto de agradecimiento fui a conocer el
nuevo Maracaná y al benefactor. Las entradas son numeradas.
El campo deportivo está lindo, muy coqueto y moderno, pero se le nota
que le faltan las otras 70.000 almas del viejo Maraca. El bienhechor se
llama Juan Valdiveso, un gran tipo, de ésos que te hacen tener fe en la
humanidad.
Se dice que el fútbol es un sustituto de la guerra, pero acciones como
las de Juan muestran que la generosidad es más fuerte y que la suerte y
los milagros existen. Le agradecí de todo corazón por la entrada y
porque su acto me permitió inmortalizar una anécdota que ciertamente les
contaré a mis nietos, como lo hago ahora.
Análisis económico y otras latitudes de la vida y el pensamiento
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5 comments:
Si le regalaron una antrada a la hija, ¿Por qué fue el padre?.
Me interesa poder ir a diversos lugares y asi poder conocer nuevos sitios y de esta manera poder ir a lugares interesantes. Me interesa poder conseguir viajes a rio de janeiro a un gran precio ya que quería ir a esas bellas playas
Si lee bien artículo la hija estaba dentro del Maracaná, era voluntaria en la copa, por eso le regaló la entrada a su padre
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