Monday, October 31, 2016

Escuela Mata creatividad y cola de lagarto mejora letra

Hoy, dos historias de Ken Robinson y mi humilde experiencia educativa en la escuela pública Cornelio Saavedra, en Villazón. Todo para una breve reflexión sobre los desafíos de la educación.

En cierta ocasión -relata Robinson en su libro El elemento- una niña dibujaba absorta sobre un papel. Cuando, consultada sobre lo que hacía, respondió con infinita ternura que pintaba la cara de Dios. El profesor sorprendido comentó: ¿Cómo puedes dibujar el rostro  del Creador si nadie lo ha visto? A lo que la niña contestó: Pues bien, espera que termine y lo conocerás.  

 En los años 30, Gillian era una niña que no encajaba en ninguna escuela, era demasiado inquieta, no podía estar parada ni un segundo, sus tareas escolares eran un desastre y caligrafía horrible. Los maestros de la época recomendaron a la madre que la lleve a un psicólogo porque creían que, además de díscola, la pequeña  tenía dificultades de aprendizaje. Según Robinson, en la actualidad se diría que sufría déficit de atención e hiperactividad y le recetarían Ritalin. 

 Por estas tierras se diría que tenía gusanera con gadejo y se recomendarían un buen escarmiento de cocachos, y un tratamiento con enemas de jabón Patria, pero Gillian  tuvo la suerte de consultar un buen y sensible profesional, que pidió quedarse a solas con la infanta y, después de algunos minutos de conversación, salió de su consultorio aumentando el volumen de la música clásica que decoraba su oficina y, desde una ventana, observó junto a su madre cómo la niña se movía de manera cadenciosa y creativa por toda la sala.  Entonces, con voz firme, le dijo a la afligida señora que su hija no tenía ningún problema, simplemente era una bailarina, por lo que había que  ponerla en una escuela de danza. 

 Estudié toda la primaria en una escuela pública ya mencionada en el sur más agudo de Bolivia. 
 
Los primeros años nuestra infraestructura era paupérrima. Ventanas rotas  por donde soplaban unos chiflones en do mayor de padre y señor mío, y pupitres que hablan lenguas muertas cuando uno escribía sobre ellos. En varias ocasiones parábamos las clases para resucitar a los armatrostes de vieja madera porque colapsaban de la nada. Felizmente, un par de años de iniciada mi formación, el Gobierno argentino donó un edifico muy bien equipado. Como la escuela llevaba el nombre de Cornelio Saavedra, presidente del vecino país, se había encontrado esta forma de homenajearlo.

 Por supuesto, nuestra vida cambió del agua al vino, pero lo que no cambió era el régimen prusiano de enseñanza. Maestras poco preparadas nos cocinaban a pellizcones e hirsutos profesores, cargados de inseguridades, nos colgaban de las patillas. 

 Yo era una alumno aplicado, pero con una caligrafía espantosa y una vocación por la lectura que -según mi profesor de aritmética- me metería en problemas con los gobiernos autoritarios y cansaría mi vista. 

 En la época estaba seguro que mi letra me llevaría a la tumba prematuramente y mi lápida sería un garabato espantoso. No obstante que llenaba centenas de hojas dibujando letras regordetas y cursis, a la hora de escribir salían jeroglíficos egipcios. El profesor de lenguaje me llamaba el Tutankamón del sur  y, por supuesto, era el cliente más frecuente del reglazo en las palmas. 

 En la desesperación infinita, con otros compañeros de infortunio ológrafo, íbamos a las desoladas pampas que quedaban detrás de la estación del tren en Villazón, donde cazábamos lagartos, a diestra y siniestra, les cortábamos las colas y frenéticamente nos frotábamos las manos con éstas. Se decía que mejoraba la letra. 

 Conmigo no funcionó y padezco de la maldición de la mala letra hasta ahora, aunque hace varios años atrás me diagnosticaron un tipo de dislexia incurable, por supuesto muy tarde, porque fui el campeón de los castigos en el colegio y hasta ahora se sospecha que fui el responsable la extinción de los legendarios  lagartos de la caligrafía.   

 Pero, felizmente, en la escuela también habían maestros maravillosos. Particularmente recuerdo, con cariño, a mi profesora de música que me dio un sabio consejo: dado que había nacido con dos manos izquierdas, no tenía otra opción que ser como loro colla: abrir los ojos y prestar mucha atención. Obviamente se refería a ser como un búho. En sus clases nunca aprendimos música. Sostenía que todos teníamos un ropero de tres cuerpos en el oído, pero era muy creativa y nos hacia recitar letras de músicas y escribir historias fantasiosa para las músicas. 

 El profesor de gimnasia nos enseñaba a degustar pequeños textos de literatura que salían en Billiken, una revista juvenil argentina. Se rumoreaba que en realidad no era un maestro de la Normal, sino un exilado político que se había refugiando en La Quiaca, pero que andaba  tan sucio de viento que no lo reconocían ni sus parientes. 

 La primera historia muestra que durante buena parte de nuestra niñez, la imaginación y la creatividad son las únicas formas de entender y vivenciar el mundo que nos rodeaba. Para Robinson, la escuela tradicional, con su modelo estandarizado, mata la creatividad y nos hace olvidar cómo dibujar a Dios. 

 La escuela actual sigue siendo normalizadora y castradora, no es capaz de entender la heterogeneidad de inteligencias de los niños. Donde hay talento identifica un problema, como en el caso de la bailarina. La escuela tradicional, aunque ha cambiado mucho desde mis épocas en sus métodos, todavía domestica y anestesia. Entre tanto, siempre hay maestros que a pesar de la precariedad de los recursos y las tradiciones mano militari, se dan maneras de apoyar la creatividad.  

 Las tres historias muestran que el desafío de la educación aún es muy grande y requiere de una revolución para "capacitar a los alumnos para que comprendan el mundo que los rodea y conozcan sus talentos naturales con objeto de que puedan realizarse como individuos y convertirse en ciudadanos activos, y compasivos”, Robinson.

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